Imagínate un día en una fiesta. Has bailado tanto que decides tomar asiento para descansar. Te sientas, extiendes lo pies sobre otra silla. Estas distraído. De repente llega un joven, robusto, lleno de vida y se sienta en tus piernas. Es el mismo que has estado viendo durante el baile, el mismo que estuvo todo el tiempo con tu prima tratando de llevársela a la cama. La chica se distrae y él llega como de la nada a ti. Acuesta su pecho enérgico sobre tu estómago y su cara contra tu corazón. Lo abrazas. El tiempo se detiene.
Es fácil narrar acontecimientos. Es difícil contar cuanto sentí. Porque lo que te comento me ocurrió hace un par de días en unas bodas de oro del matrimonio de mi tío Juan. Sí. Fue el mismo día de san Juan y en una finca llamada san Juan. Ya entiendo por qué sucedió todo. El apóstol más joven quiso acostarse en el pecho de su maestro. ¿Sabría que soy profesor? Bueno, parece una analogía traída de los pelos aunque muy oportuna.
La eternidad termina. El chico se levanta. Vuelve al baile. Yo decido ir a cantar junto a los músicos borrachos. En un rincón de la casa la música moderna truena, en el zaguán, las cuerdas trinan, los boleros bailan. Y yo estoy con los guitarristas. Cantamos. A eso de las 4.30 de la mañana regresa el chico, ícono de san Juan. Se sienta en mis piernas. Lo abrazo por la espalda. Lo acerco a mi cuerpo. Nos estremecemos. Cada bolero lo cantamos viéndonos a los ojos, cada vez más cerca.
Sus ojos son un cielo negro y en el horizonte se alza una enorme estrella; brilla. Y ese cielo me mira, me anhela, me desnuda. Mi cabeza es una vorágine, mis intestinos se retuercen. ¿Cómo él, un campesino de cuerpo colosal, de manos de acero, de ríos de sangre crecidos a causa de la tormenta, cómo, repito, se ha acercado a mí para que lo abrece, para recibir calor? ¿Quién soy yo para merecer tanta vida en mi regazo? Es como si la inocencia hecha hombre quisiera sentir mis brazos rotos.
-Tú serás único en el mundo para mí, y yo seré único en el mundo para ti- Nos ponemos de acuerdo. Hacemos ese trato. -¿Sabes que con ese pacto nos convertimos en novios?- Lo sé. -¿Estás seguro?- Sí. ¿No te burlas de mí?- No, tú lo sabes. Desde que hablábamos, hace tiempo, lo sabemos. Creo que con eso se refería a que nuestras miradas han permanecido atentas, han asechado en el jardín, se han asomado por las ventanas de la imaginación esperando el momento preciso. Y es ahora. Llegó el momento y su mirada como claro de luna me sano. Me siento sano.
Gracias y Benito seas por Dios.